domingo, 1 de noviembre de 2009

Ian Rodriguez (Las Tunas, 1973)



Ian Rodríguez Pérez
(Las Tunas, 15.01.1973)

Poeta.
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Director del Centro de Investigación y Promoción Literaria “Florentino Morales, Cienfuegos (provincia donde reside actualmente) es, además, estudiante de Comunicación Social, 5to año.

Ha publicado los libros de poesía:
  • Velas en torno al corazón demente, coedición de Ancoras y Reina del Mar Editores, 1997
  • Agudos del silencio, Ediciones Mecenas, 2000
  • Cambiar las formas del sueño, Reina del Mar Editores, 2003
  • Nocturnidades, Editora Abril, 2007
  • Esta costumbre de soñar lo mismo, Editorial Letras Cubanas, 2009
Y tiene en proceso de edición el cuaderno de poemas:
  • País de estatuas (Editorial Sanlope, Las Tunas)

Su obra ha sido distinguida con:

  • Premio en Poesía del Concurso “Waldo Medina” que convocan el Centro Municipal del Libro y la Literatura y la UNEAC de la Isla de la Juventud, 1994.
  • Premio en el Concurso “Poesía de Amor”, Isla de la Juventud, 1994.
  • Premio en Poesía “Abdala” que convoca la Unión Árabe de Cuba, La Habana, 1995.
  • Premio y Primera Mención en Poesía del Concurso “Waldo Medina”, Isla de la Juventud, 1996.
  • Primer Premio en Poesía “Batalla de Mal Tiempo”, Cienfuegos, 2005.
  • Premio en Poesía “Calendario” de la Asociación Hermanos Saíz, La Habana, 2005.

OTROS RECONOCIMIENTOS:

2006: la Asociación Hermanos Saíz le otorgó la Moneda XX Aniversario.
2008: la Filial UNEAC de Cienfuegos le otorgó una Beca de Creación por su proyecto de poesía El libro póstumo.

2009: la Dirección Provincial de Cultura en Cienfuegos le otorgó la distinción "La Roseta".

( Dirección de correo electrónico: cipl@azurina.cult.cu )



del cuaderno País de estatuas (inédito)
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Una estatua ¿cómo pasarlo por alto? No es más que la réplica de otra figura que no conoce. ¿Cómo saber que existe en otro parque, al otro extremo de la calle con nombre de un mártir cuya vida o muerte nos sacude?
Cada una es réplica de la soledad de la otra, y se creen únicas, confiándose a la inmensidad de la noche presta ya a configurarse.
Una estatua puede ser sencillamente el sueño de otra estatua que se siente insegura mientras espera ser replicada, reproducirse sin ignorar que el tiempo es un espejo de raras costumbres.


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……………………………………………………a Michel Martín

Como incienso que animan al atardecer quiero perpetuarme. Aún me signa esa coartada de velero que me han inventado y escapo, recorriéndote, adoptando las más disímiles figuras del silencio que tus manos musicalizan.
No pensé que pudieras conmoverme de tal modo. Jamás imaginé que en tus pupilas llegaran a suscitarse imágenes de tan estremecedora naturaleza.
Cuando me percaté de tu hermosura, no hubo para mí otra opción, te entregué mis venas, la menos comerciable de todas mis vísceras, y mis ojos, para que veas, oh Muerte, para qué deslindes cuán irreal y desolador suele ser el mundo por momentos, sin tu conmovedora asistencia.
Y en cambio tú vienes a ofrecerme vida de aurora, me concedes la posibilidad de ser el incienso que otros animan cuando atardece. A ellos les digo, tú eres cómplice, te pongo por testigo de mi confesión, que seré su más persistente recuerdo, aún cuando tengan la certeza de que yo debo proceder del porvenir.


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Hay dos clases de estatuas: las que te confían su silencio (para que hables por ellas) y las que usurpan tus palabras.

Te corresponde determinar qué acto es más condenable.


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Ya nada me importa. Ni siquiera cómo se han ido deteriorando las palabras. Me compadezco de esa devoción por alas que nos alimenta: no somos más que ángeles enfrascados en la caída.


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El restaurador que persiste en restituir los silencios y el alma de una estatua, sus advenimientos y contrariedades, sus aspiraciones más ocultas ¿ha pensado en la indignación, la cólera, la rabia que exteriorizaría si hicieran lo mismo con él? ¿No se apena? ¿No siente sobrecogimiento o vergüenza por abusar, por excederse con quien tal vez sea más libre, más leal o momentáneamente más feliz, a pesar de su petrificación?
En toda estatua hay un tigre que conmueve y al mismo tiempo asedia. ¿Se atreverá a desenjaularlo?
El espectáculo es presumiblemente tentador, tiene todos los atractivos, cuenta con todas las expectativas de un desvencijado Coliseo. Antes de hacerlo, el restaurador debiera preguntarse, tendría que responderse si en realidad resulta provechoso dedicarse a reemplazar aquello que, a fin de cuentas, pudiera ser indestructible.


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Apotegma para un restaurador: Hay estatuas que siempre desafinarán en tus manos.


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……………………………………………………a T. F., otra vez

Yo sé de una estatua que me odia. Resulta evidente su aborrecimiento: me ofrecí para limpiar su alma y cada día amanece más oscura.


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Sobre la lápida, otra gota de esperma, ofrenda del sepulturero. Ocho horas de visita diaria, lo suficiente como para hacer corresponder la imagen de la muerta con la de la escultura que su recinto resguarda.
Algo de la figura lo atraía, pero lo ignoraba, hasta el día que apareció aquel retrato. Decidió traerle flores, pero las flores se marchitan humanamente, no dejan rastro sobre la piedra. Podría haber escrito algo, pero su letra resultaría demasiado evidente: todos reconocerían -por las palabras- al autor de semejante epitafio.
¿Qué puede dar uno –meditó– que pueda ser una frase de aliento? La respuesta tardó, como tarda todo lo que se impone, como todo lo que apremia ser entregado a otro se suele retardar.
Sintió temblar sus vísceras mientras sudaba. Así estuvo, hasta sentir ardor en las manos. Una y otra vez tatuó el vacío; vertió sobre la piedra la réplica de su cuerpo. Su forma de afecto sólo es comprensible diminutamente.
Todas las noches, las demás estatuas profieren improperios contra la maniatada que reclama para sí tanta atención.


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¿Por qué he de restaurar?
Te preguntarás a la sombra de las estatuas restauradas.
Te parecerá demasiado distante tu voz, demasiado voluminosa, como si se tratara de la más postergada de todas las esperanzas que se postergan. Como quien no cesa de aferrarse al volumen de las palabras que, cuidadosamente, hemos venido callando.
Con nuestro silencio (debieras saberlo) las estatuas subimos la tarifa de la seducción.


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……………………………………………………a Yamicela Torres

Tú noción del mundo tendrá que cambiar un día. Sabrás que soy algo más que un espectro, que vivo, realmente existo en la niebla parda de tus sueños. El pensamiento que te niegas a reconocer es el más confortable de todos los recintos posibles para mí, para prolongar mi vida. Me reconocerás aurora de invierno en cualquier petrificada figura, en todas las plazas del mundo me encontrarás. Cuando al atardecer, te decidas a animar el incienso, presenciarás el modo en que me configuro, sabrás con cuánta persistencia puedo estar, desde mi ausencia, presente. Te garantizo que, aún entre la multitud más intrincada, tendrás la incertidumbre de haber visto mi rostro (la muerte suele dejar tantos cabos sueltos) y tú querrás pretender una obertura para mi sombra, la conjurarás hablando de la luz, fabulando, cantando las canciones que a viva voz anda repitiendo el viento; atinarás a restaurarlo todo: los instantes y los abismos, las dudas y las conmociones, las presencias y los sucesos, toda vida que haya sido petrificada por la costumbre.
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del cuaderno Marasmos de la restauración (inédito)
LIMBO DE LA VANIDAD


Hace miles de años, cuando el primer temblor del habla era apenas un suceso en los labios del hombre, ascendí a ese cúmulo al que Milton, más tarde presentó a sus coetáneos como Limbo de la vanidad.

Cuánto fue mi asombro al descubrir que Dios estaba allí. Arrobado por su presencia me dirigí a él en una oración:

— Bendíceme, Señor, soy tu esclavo. Tu oculto deseo, ah Creador, es mi designio. Soy tu criatura, te obedeceré por siempre, Padre. Y en tu nombre obraré. De barro me has hecho, concédeme tu amor y piedad. Te debo cuanto soy. Con adoración ¿tu Reino algún día podré heredar? —

Mas al escuchar Dios todas mis promesas y, sin duda, mi más pésima inquietud, nada dijo. Si hubieran visto cuánta severidad tuve tiempo de apreciar en sus divinos ojos, antes de esfumarse, dejando en mi alma una tempestad violenta.

Seiscientos años después volví a subir a la montaña. No imaginan con cuánta sorpresa encontré allí a Satanás. Absorto, le dije:

— A ti, el más rebelde de todos, reverencio. Mi alma entrego al séquito que guías. Presto estoy a la más ardua empresa. El Cielo, oh Señor mío, debemos juntos recobrar —.

El diabólico ser no contestó. Lo vi desplegar sus alas inmensas. Si hubiesen visto con cuánta ira batió sus alas, antes de perderse en el Caos.

Doscientos años después volví a escalar la montaña. No encontré a Dios. Tampoco a Satanás. Sin embargo, allí estaba mi Alma. Conmovido por su revelación, una vez más consideré oportuno hilvanar mis palabras, y entonces expresé:

— Tú eres mi anhelo supremo, mi plenitud. Tú has sido mi pasado y mi futuro edificarás. Como una raíz, soy tu prolongación en la tierra oscura. Como tu fruto, dejo mi aroma en el aire. El viento lo conducirá a tierras lejanas y así todos sabrán de mí y de ti. No habrá ser que pueda resistirse a admirarnos —.

Antes de ser la niebla que hoy cubre, como un velo, la cumbre de esa montaña, se inclinó sobre mí. (Si hubiesen visto cómo me habló mi Alma). En un susurro, me hizo la siguiente confesión:

— Cómo puedes ser tan inconsecuente con tus palabras. Cuánto tiempo he esperado para brindarte cobija, como el mar a los arroyos que se deslizan con firmeza, procurando conciliar sus aguas, y tú no has sido capaz de identificarme: primero me confundes con Dios, luego con Satanás —.
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del cuaderno Baladas para conjurar el desafecto (inédito)
ME SEDUJO VERTE LLORAR LA AUSENCIA DEL POETA

Me sedujo verte llorar la ausencia del poeta,
del tullido, el molido, el hombre apaleado por la vida que
como todos los poetas del mundo suele aparentar su hastío
argumentando lo duro que es vivir.
Para ese entonces no te habías cansado de extender pandemias,
no te habías revelado frente a Dios
y no eras lasciva, tenías una extraña luz
exterminándose en tus ojos. Extremadamente conmovedor
era ver cómo iba consumiéndose en ellos esa estrella
que ahora viaja de constelación en constelación.
Qué estremecedor me pareció el acto de convertirse en guijarro
para internarse en el fondo de un río desconocido.
Ah cuánto me arrepiento de no haber sido aquella noche
el hombre que alzabas por los pies,
colgado al sicómoro su cuerpo.
Podía haber visto cómo llorabas por mí
y no por el otro, extenuado de vivir.
Qué estremecedor habría sido esa noche
contemplar de cerca la abatida de los murciélagos
que seguramente se internaban en tus ojos, pretendiendo cegarte,
procurando arrebatar de tus abismos esa luz
que todavía me seduce y arroba.
A lo lejos el mar ladraba una misteriosa canción.
¿Qué no diera por haber sido yo el viento
para acompañarle en su canto?
Jamás imaginé que yo pudiera anhelar esos arpegios,
que ansiaría alguna vez tener la voz del poeta,
yo que tanto odié sus baladas, que llegué a exponer sus vísceras
en los mercados del mundo, yo que vendí sus huesos al mejor postor.
Cuánto me arrepiento de no haberte besado aquella vez,
cuando apagabas el cigarro usando por cenicero a mi corazón;
entonces no te habías decidido a aumentar con silicona tus senos,
no usabas minifalda, no sabías caminar con tacones,
todavía no eras adicta a andar exhibiéndote por el malecón.
No te internabas con cualquiera en las discotecas,
no andabas de la mano de cualquier restaurador por los bulevares del país
y todos celebraban tus inocentes ojos azules,
el aroma de esa piel acanelada; ignorábamos
el modo en que amarías a los muertos, ignorábamos
cuánto de fatídico te podía llegar a conmover.
Aquella tarde en el bar
no pude intuir al animal que ahora eres,
la fiera que deja correr sus uñas
surcando la espalda de otros hombres.
Qué fácil hubiese sido morderte un labio,
hacerte sangrar todo el invierno, después de recorrerte la nuca.
Si hubiera tenido a bien despeinar tu adolescencia,
pero fui discreto, demasiado cuidadoso,
no atiné a rasgarte el vestido, no me atreví
a hacerte sudar tu fragilidad campesina.
Ah vida, ¿qué ansia terrible me seduce con tu olor?
Muchacha lasciva, ¿de qué manera tan seductora
andas deambulando y te escondes?
Llevan tu vestido todas las mujeres:
rubias, pelirrojas y trigueñas pasan por mi lado indiferentes
y ya no te reconozco, no veo en sus ojos aquella luz.
Cuánto me arrepiento de no haber sido atrevido y rudo
para salvarte de lo perverso,
para no colgar al poeta en esa rama del sicómoro
donde te vi llorar la ausencia de sus madrigales y alboradas,
donde te descubrí iluminando con estremecidos relámpagos
la oscura noche de tormenta que
misericordiosa
finalmente me concedes.
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de El libro póstumo (inédito)
RUIDO EN EL SISTEMA

Vengo a hacer un ruido en tu sistema:
yo puedo ser la piedra en tu zapato.
Y rodar y rodar como el Diablo manda
y ha quedado escrito (según el pacto).
Yo vengo así de un golpe, no necesito altavoces,
para hacerte saber que Dios también propone
su soledad en los mercados.


MICHEL MARTIN, EL POETA

Los poetas de mi generación son cada vez menos reticentes y condenan a los antiguos por lacónicos e insumisos. Escriben “vidriera” o “luz” en lugar de mujer, “lluvia” en lugar de “muerte”, “cloaca” la sustituyen por “víscera imprescindible”; rehúsan al término “corazón” porque se ha hecho habitual huir de aquello que no admite reajustar un precio.
Acostumbrados a alegatos e inconsecuencias de repudiable naturaleza, se acomodan al anonimato o se dejan acoger por la aborrecible sombra de un nombre.
Yo me desentiendo de la petulante certeza con la que ellos viven, conversan y se autodefinen, miran de soslayo, te palpan con su ponzoña el hombro. Ignoran que la poesía, más que la vida y sus circunstancias, más pretenciosa que la propia eternidad tiende a pasar inadvertida, insustituible.
La poesía sabe desembarazarse de esos desajustes, de esos desastres de nuestra intimidad y del idioma, de aquello que solemos ocuparnos, los poetas de mi generación y yo, con una persistencia que termina corrompiéndonos.


LA RENUNCIA

Morir escribiendo, defecando poesía como si fuera luz, morir de luz y soledad, del ansia de restaurarlo todo: las entrañas y el mar, los domingos y los inviernos, los cementerios y las mutilaciones, la voces y los ojos, restaurar las entregas y el adiós, morir acordonando los zapatos de Lucifer para poder esgrimir el más humano de los cantos.
Morir iluminado, aun sin el plato de comida y sin el sueño, masticando luz, blasfemándola, para que a fin de cuentas la luz no sea sombra, ni dios sin un sentido, ni silencio, proclamando a la luz como la única y corrosiva garantía de verdadera sobrevivencia, la trascendente.
Morir saboteando, inventándole a la noche las luces de neón que otros no se atreven a reconocer intentando perpetuar entre nosotros a la costumbre, morir por aborrecerles, destornillándole los huesos, plastificándoles las vísceras que no entregan o que acomodan domésticamente en sus muebles de bolsillo, morir reventando los cuños y los papeles, de pura explosión, de cándida desarmonía, con la fuerza y las implosiones de tanta luz estallando desde adentro.
Morir de intriga, execrado, calumniado, acusado de ser rufián de la palabra que devela y no perdona, de la palabra que reclama auditarnos el alma y el corazón, auditarnos el nivel de afecto, ese al que no le dedican sitios ni páginas Web, el inasible, el imprescindible afecto que jamás será golondrina de los e-mails, el que jamás emigrará de un celular al otro, el que no podremos quemar en CDs, el que jamás podremos encerrar en Ipod.
Morir como el arpa que deciden abandonar en los sótanos, como los almacenes que clausuran, en la resbaladiza lengua de mis enemigos, por el desmesurado apasionamiento que pudieran esgrimir al hablar de mí contados amigos, por la inapropiada o la impropia conveniencia de las amantes que en verdad lo que me aborrecen con la misma intensidad que me inspiran los burócratas y los presidentes.
Es preferible suicidarse a continuar viviendo como un ser feliz y oscuro.


A ISMAEL GONZÁLEZ CASTAÑER

Sé que el mejor amigo, será aquel capaz de montar un negocio con mi muerte. Antes de hacerlo mis enemigos, es preferible que se beneficie él, y no otro.
Sólo el amigo verdadero podrá mercadear su complicidad y mis dolencias, las que tan bien conoce. Sólo él podrá vender sin recato mis aspiraciones, eso por lo que ahora otros también desean morir y se desviven, ajustando un precio.
Suerte que hay enemigos míos (los suficientes y precisos) que ahora mismo le quisieran comprar una de mis caricias, una de mis nostalgias, al menos uno de mis desafectos.
Se atreverían a comprarle la cruz en la que alguna vez planificaron colgar mi desvergüenza; se atreverían incluso, a comprar los clavos con que me hirieron; la copa que me extendieron y hasta su veneno; la misma sonrisa con que me la ofrecieran para saciar mi sed y que desde entonces guardo, con tanto recelo en mi memoria, ya a la venta también (mucho antes de haber muerto).
Se atreven a ofrecer monedas por mis mentiras y las presumibles astucias; por mis incendios en el infierno; por mis alabanzas y blasfemias.
Suerte para el amigo que tengo enemigos dispuestos a pagar el precio justo por mis bajezas y humillaciones; por el júbilo con que pocas veces he decidido cantar a la vida.
Ellos están dispuestos a pagar, tanto por mi ventura, como por mi desventura.
Ahora mismo ¿qué sucedería?, si no tuviese un amigo presto a comercializarme, y obtener las ganancias que pudieran corresponderle.

1 comentario:

Laurene dijo...

Gostei muito desse blog e irei citá-lo no meu.

Abrazos desde Brasil